martes, 12 de agosto de 2014

Kill Bill: Volumen 2

En una secuencia de este apasionante, extraño, inclasificable ‘Kill Bill, vol. 2’ (íd, Quentin Tarantino, 2004), La Novia, también conocida como Black Mamba, y cuyo nombre real luego descubriremos, en una suerte de chiste grueso absolutamente desvergonzado, que es Beatrix Kiddo, efectúa un necesario alto en el camino para descubrir el paradero de su objetivo final. Decía el director que le gustaba pensar que si Willard se bajara del barco para tomar una cerveza en ‘Apocalypse Now’ (íd, Francis Ford Coppola, 1979) el tugurio de Esteban Vihaio (un sensacional Michael Parks, que había dado vida a otro personaje, muy diferente, en la primera película del díptico) no habría desentonado. Y es cierto. Más que un guiño cinéfilo, o un homenaje, que no lo son, esa secuencia es la constatación de que para Tarantino todas las películas se cruzan unas con otras, y de que la originalidad está en la mirada del director. Más que en ninguna otra de sus películas, en esta, que probablemente sea la más redonda de todas ellas, no hay un pastiche (esto es, la combinación de los elementos de otro artista) sino la creación total de un hombre que vive por y para el cine.
Con ella, Tarantino se situaba mucho más allá de lo que había logrado en la trepidante primera película. Todo lo que allí parecía un prólogo, o un capricho estético a mayor gloria de sus obsesiones cinéfilas (y de su capacidad, al parecer infinita, de reformular códigos de películas de serie Z para hacer con ello cine libre, refrescante e indómito) aquí posee la densidad de lo mitológico, la serenidad de la plenitud, el aliento épico y trágico de una grandísima aventura de la imaginación. Cine casi abstracto, soñado, imposible de definir en términos habituales, porque bajo su pasión y su mordaz ironía se puede rastrear una feroz descripción del espíritu humano, de lo que hay más valioso en él (la fuerza de voluntad, el sacrificio, la dignidad de la lucha) y más abyecto (la mezquindad nauseabenda del rencor, de la venganza, del odio gélido), todo ello mostrado sin el menor juicio moral (algunos llaman a eso cinismo, otros lo llamamos retorcida compasión) y siempre dispuesto para entretener, atrapar y ennoblecer al espectador, al que se le ofrece cine libre y sin complejos. Una aventura estética que, creo, todavía no ha sido valorada en todo su alcance.
‘Kill Bill’ es algo más que una sola película partida por la mitad, aunque también puede definirse así. La una es el espejo de la otra, y resulta interesantísimo constatar cómo su director propone un rompimiento consigo mismo, cuando en la primera parte, de alguna manera, es más el cineasta que todos más o menos conocíamos, para a continuación, con la segunda parte, abandonar todo divismo (aunque nunca su sentido del humor) y ser capaz de filmar con un ascetismo que admiraría Robert Bresson‘Kill Bill, vol. 1’ (íd, 2003) era nostálgica, pulp, climática, juvenil, desequilibrada y feroz. Sin embargo, ‘Kill Bill, vol. 2’ sorprende por su carácter sereno, casi plácido, otoñal, y es solidísima y redentora. Habiendo eliminado a dos de sus cinco odiados enemigos, eliminados de forma directa y sin complicaciones morales, La Novia, el gran samurái del cine del siglo XXI, pasará a encargarse del resto. Pero, confiada, fracasará miserablemente y sólo un genial giro del destino, y el recurso a los recuerdos más preciados, convertirán el fracaso en victoria. Es uno de los muchos rasgos que convierten a esta creación en algo absolutamente impredecible, insólito, que jamás se da facilidades a sí misma y que es la perfecta fusión entre cine de género extremo y cine de autor.


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